En los rincones más secretos de sus cuevas, al amparo del vientre terreno nuestros antepasados dejaron en esas pétreas paredes, el trazo de aquello que rodeaba su mundo. El espíritu de las bestias aparecía ante sus ojos en sus sueños y bajo el efecto de antiguos rituales chamánicos que los impulsaban a dibujar. Es así que desde el origen de los tiempos, la imágen acompaña al hombre.
Este afán de fijar el mundo, de representar lo visto y sentido ha evolucionado a lo largo de los siglos y las civilizaciones, sin perder esa dimensión simbólica que podemos observar tanto en las cavernas de Altamira, como en los edificios religiosos y en los cuadros de los grandes maestros. Arte y pensamiento han ido de la mano, por ello la relación íntima entre las corrientes plásticas y los movimientos literarios. Su evolución en paralelo, sin embargo, se vio alterada por la aparición de la fotografía que transformó para siempre nuestra visión de mundo. La fotografía considerada un “arte menor” por su naturaleza mecánica conquistó en menos de un siglo la casi totalidad de las civilizaciones del planeta. Pero la popularidad tiene un precio: la trivilización de la imágen, y es éste el verdadero desafío para el artista que escoge la fotografía como medio de expresión.
La serie “Reflejos de nuestras emociones” se inspira en el retorno a la naturaleza: fluye con el fluir del agua en las fuentes, con el caer de las hojas en el otoño. Aquí, las fotos no plasman la realidad que ve el ojo: son reflejos de una mirada interior conectada con esa parte etérea de nuestro ser íntimo que controla nuestras emociones. El ojo interior no necesita efectos especiales, tan a la mano en un mundo digital, por el contrario: liberarnos de estos artificios y mostrar en su hermosa desnudez el mundo es necesario cuando la finalidad de la imágen es alcanzar esa visión interior que todos compartimos.
La serie completa se encuentra aquí
Reflejos de nuestras emociones.
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